Este verano se han cumplido cincuenta años desde que Ernest Hemingway se descerrajara un tiro en Ketchum, Idaho. Parece ser que sus incipientes problemas de Alzheimer, además de una esquizofrenia o su perenne alcoholismo le sumieron en una depresión que el gran escritor de Oak Park, Illinois, no pudo superar, y al igual que su padre se suicidó.
El novelista de la Generación Perdida, que lanzó a la fama mundial los sanfermines con su novela Fiesta, fue un gran amante de la pelota vasca y gran amigo de los pelotaris que conoció en Cuba como los míticos Pistón, Guillermo, Ermua o los hermanos Ibarlucea.
Hemingway sentía una tremenda admiración por lo vasco y muchos de sus grandes amigos tuvieron ese origen, por ejemplo, el cura rojo de Mundaka Andrés Unzain (a finales de los cincuenta visitó su tumba en la villa costera vizcaína) o el alavés Paco Garay, a quien también conoció y trató en Cuba. De hecho su hijo Paquito es el niño de la laureada novela El viejo y el mar con la que ganó el Pulitzer y posteriormente fue clave en la consecución del Nobel en 1954.
El literato de Chicago vivió unos 20 años en Cuba, allí escribió Por quién dobla n las campanas y también en la Perla del Caribe fraternizó con muchos pelotaris de cesta punta. A Ernesto, así le llamaban, le gustaba acudir al frontón de La Habana y disfrutar del juego de los ases puntitas del momento, donde apostaba para después tomarse con ellos unos daiquirís en el Floridita.
Cuenta su hermano que Ernesto era un gran deportista, fue boxeador semiprofesional y un buen tenista, por ello, tenía por costumbre jugar a tenis con los pelotaris horas antes de que éstos saltaran al Palacio de los Gritos; según cómo les había visto de finos con la raqueta avisaba a su hermano por cuál pelotari había que apostar. Ganaron mucho dinero así, comentaba Leicester Hemingway que curiosamente también se suicidó con un arma de fuego veintiún años más tarde que Ernest.
Para Hemmingway el Jai Alai era su deporte predilecto, en los canchas cubanas disfrutó con los reveses y cortadas de los pelotaris y también sufrió, como cuando el mítico Guillermo lanzó una pelota que impactó de lleno en la cabeza de Tarzán Ibarlucea. Así se lo contaba, por entonces, a Félix Areitio:
«La pelota, que iba muy rápida, sonó diferente, seca, glacial, como un portazo. Pero Ibarluzea no cayó. ¡Qué fortaleza! Parecía imposible que pudiera mantenerse en pie. Por su blanca camisa comenzaron a desparramarse rojos claveles. Su rostro era completamente carmesí. Estaba bañado en sangre y en pie se mantenía. Yo, asustado, corrí a la sala de curas y cuando llegué me quedé admirado de que el accidentado me recibiera con una triste sonrisa. Me dio la mano… y se desplomó. Pasó tres días sin conocimiento. Se moría. Se iba en pleno vigor, poderoso en fuerza y juventud… Le hicieron dos trepanaciones y la ciencia hizo el milagro de devolverlo a la vida». (vía Iñaki Mendizabal Elordi )
Así era Ernerst Hemingway, un personaje excesivo aunque metódico en su escritura; admirador profundo de Navarra (no entendía por qué Van Gogh no había pintado su paisaje), de San Sebastián (la bahía era una parábola de la vida), Hendaia, San Juan de Luz o Biarritz; rendido a Pío Baroja en su lecho de muerte; testigo del duelo en el albero entre Ordóñez y Dominguín; noqueado cuando hacía manos por Tarzán Ibarlucea que no estaba muy puesto en las reglas de marcar en el boxing; que quizá vio perder a Pistón con un trío y que yace eternamente en Idaho junto a uno de los miles de pastores vascos que acudieron a la llamada de las verdes colinas de…América.
Ernest era muy amigo de mi bisabuelo Enrique Abaroa con el que compartío mucho en Mundaka y otras partes del mundo, como bien citan Cuba.
Enrique no era tan de fiestas como Ernest, que luego dejaba la costa Bizkaina para adentrarse en Nabarra en busca de esos toros.
Saludos.
Fernando